miércoles, 29 de octubre de 2008

Quién es quién en el mundo de los gorilas

Mi mujer es muy gorila
Yo no soy gorila
Mis padres eran regorilas
El colorado De Narváez es gorila clase B1
Artemio es definitivamente no gorila
Alfonsín no es para nada gorila
Los asambleístas de Gualeguaychú son gorilas
Biolcatti es Holando-Gorila
Miguens es gorila cuarto de milla
De Angeli es gorila nac. & pop.
Perón era gorila
Evita no era gorila
Lilita era monísima. Ahora está para el circo
Sarmiento era gorila pero hacia falta
Moreno y Alberdi no eran gorilas
Don Segundo Sombra era gorila
King Kong no era en realidad gorila
Tarzán era supergorila y pelotudo
Jane estaba para hacerse la del mono
En Africa hay cada vez menos gorilas
En los EEUU, también
En Europa ya casi no queda nadie que no sea gorila
La mamá de Putin se apellidaba Gorilov
Cobos es un tití
Moyano es un primate
Joe Wurzelbacher is a gorilla
Lula no es gorila
Evo no es gorila
Chávez es un mono con navaja
El Pepe Mugica no es para nada gorila
Tabaré tampoco, pero menos
Mauricio es gorila, aunque todavía no aprendió que es ser gorila
Leuco no es gorila, aunque muchos crean que sí
Hadad tiene cara de comerse la banana
Néstor y Cristina no eran gorilas en La Plata
Néstor y Cristina eran gorilas en Santa Cruz
Néstor y Cristina no son gorilas en Buenos Aires
Néstor y Cristina a veces son un poco gorilas en Olivos
Prácticamente ninguno de los que escriben en esta página es gorila
Una gran mayoría de los que escriben en otras páginas son gorilas.
Casi todos los editorialistas de los medios son gorilas.
Sus lectores, con dignísimas excepciones, son unos gorilas de mierda.

De Platón al Pastrón

Más Platón, menos Prozac.
(Lou Marinoff)

Menos Platón, más Pastrón.
(Jorge Schussheim)

El sagrado choripán

No hay comida argentina más emblemática ni más cargada de sentido místico que el choripán acompañado de un vaso de vino común: un misterio carnal encerrado entre dos rodajas de hostia diaria, todo bajado con el símbolo de la sangre de Cristo.
El choripán es administrado por los sacerdotes del clientelismo para mantener la fé de los adeptos en medio de los tiempos del cólera. Quizá por esas razones para el argentino, comerse un chori es oficio sagrado, Se lo come en las procesiones políticas cuando algún intendente del conurbano va a ser entronizado; se lo devora en las grandes manifestaciones deportivas, cuando veintidos gladiadores se juegan el pellejo para ser santificados o crucificados, y se lo come en todos los altares improvisados los domingos por las familias pías que hacen su asadito.
Pero el chori también puede ser celebrado como rezo íntimo y privado.
El otro dia venía desde el centro hacia mi casa y tomé por la Costanera. El olorcito a chori que te asalta en cuanto agarrás por ahí es irresistible. Aguanté el paso por el primer puestito en el que sólo estaba el parrillero. Al fin y al cabo está prohibido estacionar ahí. Ya en el segundo, había un par de camiones y cinco autos. Dejé pasar estoicamente varias tentaciones más hasta que finalmente mi panza irredenta me hizo clavar los frenos en el antepenúltimo.
Un matrimonio con su hijita estaban comiendo algo no identificado. Dos muchachones esperaban por sus vituallas y un ejecutivo jóven se hallaba en el momento de aplicarle chimichurri a un sánguche de bondiola.
"Un chori", le pedí al ilegal que manejaba la parrillita. A los tres mnutos me entregó ese manjar hecho de carnes de animales diversos, en los que hasta puede ser que entre el cerdo, puesto adentro del pancito caliente. Cuatro grandes platos soperos sobre el tabloncito que oficiaba de barra contenian salsa criolla de aspecto fresquísimo, cebollitas de verdeo rehogadas en aceite, una especie de peperonata y chimichurri con pinta de bravo.
Condimenté mi ansiado choripán con un poco de cada cosa, me acodé en la baranda de cemento y mirando al río color caca de león, me lo fuí comiendo y saboreando despacito, con ese goce de quién hace algo que la sociedad condena, segura de que una ingesta de esas te conduce directo al cementerio. Pero cuando uno encuentra un momento de tranquilidad en el tráfago de trámites bancarios de un día de llovizna en el centro y siente algo parecido a la felicidad, aunque tan breve como el tiempo que dura comerse un choripán, se vuelve inmune, inmortal; nada puede hacerle daño.
Y si se lo hace, ni duda de que uno resucitará al tercer dia.
Ese choripán de $4 comido sin apuro frente al gran rio, además de delicioso, le cayó etéreo y celestial a este judio apóstata y blasfemo.

martes, 28 de octubre de 2008

La posición del bebé

"Mi educación fué perfecta, hasta que me mandaron a la escuela".

No recuerdo quién escribió esta frase, a la que suscribo. Puede haber sido Bernard Shaw, Wilde o Chesterton; no tiene importancia cual de ellos. Lo que sí importa es que defina tan sintéticamente la represión que esta cultura judeo-cristiana nos ha impuesto para que no seamos capaces de ver al mundo como realmente es, sino según las reglas con las que debemos verlo.
Cuando en la escuela primaria miraba una proyección Mercator de la Tierra, no podía entender cómo, teniendo Groenlandia una superficie tan pequeña como la que figuraba en el libro de geografía, aparecía tan grande en el mapa.
Recién cuando aprendí cómo se hacía una proyección Mercator (proyectando radialmente la superficie de un esfera sobre un cilindro que la envuelva), entendí la deformación de la realidad del globo terráqueo. Y para poder ver esta realidad, era necesario quitar el cilindro. En otras palabras: sacar el texto para poder ver el contexto.
Pero romper la proyección no nos hace descubrir la realidad, sino meramente otra representación (el globo). Lo que hemos hecho es cambiar una imagen estereotípica por otra más cercana a la realidad.
Una de las claves del trabajo creativo consiste en poder separar el texto del contexto para poder entender cada uno por separado, sin que la presencia del otro nos confunda.
O rasgar la imagen estereotípica del problema para intentar ver la realidad con una máscara menos.
Este proceso es válido para todas y cada una de las etapas de la creación: desde al acercamiento al problema hasta su solución, pasando por su comprensión, la inmersión en él, su cuestionamiento, su destrucción y su reformulación.
Pero para esto hace falta una gran dosis de coraje, ya que estaremos aproximándonos peligrosamente a la verdad.
Y esto no suele ser fácilmente perdonable en este mundo tan bien educado.
Tambien me resultó siempre intrigante y fascinante ver a un bebé que está aprendiendo a caminar, parado con sus piernas abiertas y mirando al mundo a través de ellas.
Todos los bebés hacen esto.
La alegría que les causa esta posición siempre fué interpretada por sus madres ( ya educadas y, por consiguiente, arruinadas) como un jueguito inocente.
Yo prefiero imaginar que el bebé está tratando de ver al mundo como realmente es, despojado de los estereotipos con que los mayores lo han deformado.
Un diseñador me enseñó a mirar así las fotos, ilustraciones o diseños gráficos: invirtiéndolos, uno relega a un segundo plano su estética y la impresión subjetiva que pueda causar y puede ver el equilibrio o desequilibrio del contexto sin que su contenido modifique esa percepción. Recién después se podrá mirar la imagen (o el texto).
Lo que uno intenta procediendo así, es desprenderse del estereotipo que indefectiblemente inunda a las cosas cuando vemos su imagen y no a ellas.
Aunque lo máximo que se puede pretender es reemplazar a ese estereotipo por otro más honesto.
Sería demasiado soberbio pensar que así se llegará a la verdad.
De todas maneras, si uno lo logra, es mejor que se compre un caballo veloz.

La Panamericana A.M. (antes de Macri)

El Gran Buenos Aires es enorme: casi trece millones de habitantes.
La pampa tambien es enorme: cerca de cincuenta millones de hectáreas.
Y los límites entre ambos son imprecisos.
En el medio de esa imprecisión nació la Panamericana, la ruta que iba a unir a todas las Américas, desde Tierra del Fuego hasta Alaska, objetivo fraterno y loable que seguramente se alcanzará, ya que en los últimos treinta años se han construido nada menos que 300 kilómetros.
Antes, la Panamericana era una asquerosidad. Hace unos pocos años, un gran empresario reorganizó y modernizó esa asquerosidad.
Antes, nada avanzaba, porque todo era gratis. Ahora usted va y paga peaje al futuro.
Todo muy lindo.
Pero se ha perdido el espíritu.
Antes de la privatización, todo argentino perjudicado por la crisis (me refiero a la crisis permanente y no a una de las miles de crisis en particular) podía salir de ella haciendo negocios en la Panamericana.
Por ejemplo: ¿usted quería vender su viejo auto pagando una comisión insignificante? Al borde de la Panamericana funcionaba un extraordinario mercado gitano no autorizado, no oficial, no legal y completamente clandestino en el que vendían sus autos viejos hasta los jueces de la Nación.
¿Usted necesitaba carbón o leña para el asado, ó mangueras para regar el césped de su casa del country? Al borde de la Panamericana se conseguía todo eso, y si la compra incluía, además, zapatillas para los chicos, había un descuento del 15%.
Por una de esas casualidades, ¿no necesitaba un hacha? Ya sé que no es una necesidad frecuente, pero les juro que en el kilómetro 16 y medio, sobre el costado derecho, había un señor con una camioneta Willys '47 toda podrida, llena de hachas de simple y doble filo.
¿Su señora quería comprar frutillas para el postre y usted moría por ir a pescar al riacho del kilómetro 47? Cuatro kilómetros antes de ahí, había un cartel que, con una ortografía atroz, ofrecía "lumbris y frutilla".
Espero que ningún cliente de ese puesto haya cometido jamás equivocaciones entre su hobby y su postre.
La Panamericana era interminable. Al atardecer, bandadas de jóvenes se dedicaban a colgar gruesas tuercas de finísimos hilos de nylon en los puentes, así cuando usted paraba porque su parabrisas acababa de explotar, lo podían asaltar sin mayor violencia que la estrictamente necesaria.
Parrillas instaladas a medio metro de donde pasaban camiones a 150 km. por hora y en donde la intoxicación que podía agarrarse con chorizos era tan grande que cuando subía de vuelta a su auto, no tenía ni tiempo a poner primera, que ya estaba definitivamente muerto.
Barriletes que se exhibían volando justo frente a la cabecera de la pista de aterrizaje del aeródromo de Don Torcuato y cuando los aviones cruzaban la Panamericana para aterrizar, embestían los barriletes y causaban unos accidentes maravillosos.
¿Quería arreglar el lavarropas? ¡La Panamericana! ¿Quería conseguir una sirvienta paraguaya? ¡La Panamericana! ¿Quería enganchar un travesti? ¡La Panamericana! ¿Quería comprar canarios, loritos, perritos, gatitos, hamsters, cabritos, burros...? ¡La Panamericana! Y lo mejor de todo: ¿quería matarse, suicidarse y reventarse? ¡La Panamericana!
Putamadre. Lástima que la privatizaron.