viernes, 3 de abril de 2009

A la izquierda de la sociedad

Por Sergio Bufano *
En los primeros años de la recién recuperada democracia, el destacado intelectual José Aricó decía a Página/12: “Alfonsín está a la izquierda de la sociedad”. Era una afirmación temeraria porque ya en esa época todos los partidos de izquierda mostraban su furia contra el gobierno elegido en 1983. ¿Era cierta esa frase?
Si echamos una mirada hacia atrás, podemos afirmar que Aricó no estaba tan desacertado. Comencemos por los datos y luego veamos los supuestos. El 40 por ciento de la sociedad había votado al doctor Italo Luder, a sabiendas de que el Partido Justicialista, a través de su dirigente, había aceptado la amnistía general dictada por la dictadura para protegerse a sí misma, vale decir, a todos los genocidas. Salvo que supongamos que los votantes peronistas son cándidos o distraídos, el hecho irrefutable es que ese 40 por ciento votó por la amnistía.
Y vamos a los supuestos: del 52 por ciento que votó por Raúl Alfonsín, ¿cuántos estaban verdaderamente dispuestos a que se juzgara a los responsables de la matanza? Nunca lo sabremos, pero bien podemos suponerlo. Hasta ese momento, los organismos de derechos humanos habían estado solos en su lucha; las Madres de Plaza de Mayo habían desfilado desafiando a la dictadura sin la compañía de la sociedad, que las miraba indiferente y en algunos casos hasta se mofaba de ellas.
Los obreros, proletarios, o como se quiera llamar a los trabajadores del país, no sólo eran ajenos a la lucha de los organismos y de las Madres, sino que ni siquiera participaron de sus movilizaciones. La dirigencia obrera congregada en una de las dos CGT de aquellos años había expulsado a empujones a las Madres al grito de “ni yanquis ni marxistas, peronistas”.
No vamos a hablar de las otras entidades de la sociedad civil, porque no se nos ocurriría pedir peras al olmo. Solamente una mención de bocas cerradas: Sociedad Rural, Unión Industrial, Iglesia Católica, Carbap, Coninagro, CGT.
Nadie, salvo las Madres, los organismos y minoritarios grupos de izquierda parecían estar dispuestos a llevar a los criminales al banquillo de los acusados. No hubo, salvo en la fantasía de nostálgicos que construyen pasados gloriosos, movilizaciones verdaderamente importantes para exigir el castigo.
Y, aunque sea doloroso recordarlo, hubo mucha más gente vivando al dictador Videla en Plaza de Mayo cuando Argentina ganó en 1978 el Mundial de Fútbol que en aquella emocionante marcha de las Madres en diciembre de 1983. Y sigamos con el dolor: una multitud fue la que acompañó al dictador Galtieri el 2 de abril, con la aventura de Malvinas.
Y todavía más recuerdos humillantes: los familiares estaban solos cuando la Comisión de Derechos Humanos de la OEA vino a la Argentina para investigar las desapariciones. El “pueblo”, término que se presta para todo, seguía entusiasmado a un locutor de fútbol que gritaba “los argentinos somos derechos y humanos”.
“Alfonsín está a la izquierda de la sociedad”, decía Aricó, y creo que tenía mucha razón. Porque, aunque las fotografías disimulen, no era una multitud la que acompañó en la Plaza a los miembros de la Conadep cuando entregaron al presidente de la Nación el informe final donde se narraba el desgarrador relato de siete años de tiranía.
Es cierto que la historia contrafáctica carece de sentido. Pero bien podemos preguntarnos: si Raúl Alfonsín llamaba a una consulta popular para decidir si se juzgaba a los militares, ¿cuál hubiera sido el resultado?
Uruguay, Brasil, Chile, Paraguay, todos los países de América latina trataron de tapar, fuera mediante consultas o dejando pasar el tiempo, la historia sangrienta a la que habían sido sometidos. No había antecedentes ni en Latinoamérica ni en el mundo.
En Italia, luego de la caída de Mussolini, fue Palmiro Togliatti, secretario general del Partido Comunista, el que promovió en 1948 la amnistía a los criminales fascistas. En España, cuando murió Franco, Adolfo Suárez impulsó la amnistía general con la aprobación de la mayoría de los partidos políticos.
En todos los casos se decidió “mirar hacia delante” y ocultar bajo la alfombra los trapos manchados de sangre. ¿Por qué? La explicación es sencilla: porque había miedo.
En los años ’80, los hoy octogenarios represores tenían mando de tropa, tenían armas, tenían cuarteles bien abroquelados y tenían a un líder llamado Aldo Rico. No era sencillo juzgarlos y meterlos presos.
Eso, entre otras cosas, reivindico del doctor Raúl Alfonsín: con una sociedad atemorizada –y en muchos casos sospechosa– se atrevió a avanzar con la Conadep y con el Juicio a las Juntas. No está nada mal para la historia argentina, acostumbrada a amnistías y olvidos que dejaron impunes a los criminales.

* Escritor y periodista, codirector de la revista Lucha Armada en la Argentina.