viernes, 7 de noviembre de 2008

Las Tres Grandes y Famosas Perfumerías del Once

Cuando yo era chico, allá por los 40 y cuando entre judíos se decía "Nemirowsky, Brusilowsky, Szmedra", era claro que se hablaba de la esquina de Pasteur y Corrientes, ó que uno pensaba ir a Junín entre Lavalle y Corrientes, ó que se acababa de regresar desde Uriburu entre Lavalle y Tucumán, adonde funcionaban las tres más Grandes y Famosas Perfumerías Idisches. Y si alguien les dice que no eran las Tres Grandes y Famosas Perfumerías Idisches del Once, sino clásicos almacenes para la colectividad, no le crean. Almacenes podían parecer si se los veía desde afuera. ¡Porque lo que era cuando uno entraba...!
Los primeros aromas concentrados, dependiendo de si se ingresaba a Nemirowsky, a Brusilowsky, ó a Szmedra, eran -tambien en ese orden- el de los arenques, el de los pepinos agridulces y el del leberwurst recién hecho. Inmediatamente seguían el del pan Goldstein, el de la lisa ahumada y el del pastrón caliente.
En las tres perfumerías, tambien se olía ácida y maravillosamente a chucrut, a queso blanco con cebollitas de verdeo ó con páprika, a jugoso salchichón de pato (nunca supe porqué se llamaba de pato, ya que, por supuesto, descarto cualquier posibilidad que se elaborara con pato. Quizás aludía a la condición del cliente), a béigalaj y a matze y hasta en ocasiones, uno creía percibir lejanísimos aromas encerrados en frascos de legítimo caviar ruso, ó en latitas redondas de sardinas ahumadas del Báltico.
¿Y los perfumeros?
Primero, Nemirowsky, o sea el señor Pasteurycorrientes, era como el Valenti de aquella época: la gente hacía horas de cola para comprarle exquisiteces.
Ver trabajar a Nemirowsky era tan fascinante como ver trabajar a un encantador de serpientes. Cuando mi bobe le pedía un arenque, él, con las mangas de la camisa abotonadas alrededor de la muñeca, metía la mano, el brazo y por supuesto, la manga de la camisa en las profundidades de la salmuera espesa, pescaba un arenque y se lo mostraba esperando su aprobación.
Nemirowsky siempre tenía dos barriles de arenques. Uno con arenques comunes de un peso. El otro ¡oy, vey, el otro!, con gordos, grasosos y sublimes ulikes de dos pesos.
Un sábado por la mañana y sin previo aviso, apareció un tercer barril con un cartel que decía: Arenques muy especiales, $3 c/u. Sólo dos por persona.
¡¿¡Tres pesos por un sólo arenque!?!
Llegamos en pleno caos. Los clientes patinaban entre charcos de salmuera, batallaban por llevarse sus dos arenques reglamentarios y huían apretándolos contra sus pechos para devorarlos en la soledad de sus casas.
Mi abuela, le dice a monsieur le perfumiste:
--Deme un arenque de tres pesos para probar, señor Nemirowsky -- y el tipo, que sabía muy bien quién era quién en ese universo llamado el Once, va y le contesta:
--Esos arenque son para negocio puro, no para usted, frau Schussheim.
--¿Y qué quiere decir negocio puro?
Nemirowsky mira nervioso hacia todos lados, baja la voz y confiesa:
--Porque en ese barril pongo los arenques que se están por pudrir en los otros barriles, frau Schussheim.
Después estaba Brusilowsky, el lugar más caro y el más fino.
Había jalvá griego, vodka polaca, bacalao noruego, slivovitz checo, guindado uruguayo, anchoas portuguesas, sardinas dinamarquesas, y hasta matze bien criollo.
Pero el producto más exótico que había en lo de Brusilowsky no era comestible, sino morocho. Víctor, el empleado de confianza de Brusilowsky tenía la piel cetrina y el pelo negro lo que le daba aspecto de ¿rumano? ¿húngaro? ¿turco?, pero aspecto sufrido, como de hombre con un pasado tormentoso. Y nadie se animaba a preguntarle por su origen.
A pesar de esa fisonomía curiosa en un judío, Víctor atendía a todo el mundo en un castellano tan perfecto que hasta tenía un pequeño dejo provinciano; un castellano que sólo abandonaba cuando tenía que sumar la compra. Entonces farfullaba muy rápido en idisch finef un dratzig, ain un zvonzig, zibn un fiftzig... -- Son dieciocho sesenta. Por favor, pague en la caja.
Muchos años después de haberlo conocido, me animé y le pregunté:-Disculpe, Víctor, pero usted, ¿en que parte del mundo nació?
Me contestó con la misma naturalidad con la que farfullaba el idisch que le venía escuchando al viejo Brusilowsky desde hacía no sé cuantos años: -¿Ió? Pues en Lules, en Tucumán...
Y finalmente, Szmedra.
A las cinco en punto de la tarde de los domingos, en vez de llorar por Ignacio Sánchez Mejía, mi padre y yo entrábamos en el ruedo de Szmedra. Mientras la clientela bramaba de impaciencia, la señora Szmedra anunciaba la salida a plaza del leberwurst caliente. En ese momento hacía su entrada el mismísimo Szmedra, con una olla del tamaño de una vaca, cortaba sin vacilar un leberwurst que hacía que el leber se rindiera instantáneamente y me ofertaba una rodaja, con el mismo gesto con el que el torero brinda con su montera.
Ese leberwurst caliente era una de las delicias más grandes del mundo. Ni siquiera los manojos de salchichas debrecziner, ahumadas y picantes, ni las fetas del pastrom jugoso y recién horneado que mi papá tambien compraba se le podían comparar.
Esas heladas tardes en lo de los gringos, amigos de papá desde la infancia y sobrevivientes del ghetto, que vivían en la Paternal, adonde en su casita los domingos por la tarde se hacía té-cena.
Un samovar de bronce lleno de agua hirviendo en el centro de la mesa y a su lado, platos y platos de esos maravillosos fiambres; paneras llena de rodajas de pan gris fresco y tibio y de aquellos plétzalaj duritos con cebolla y semillitas de amapola; fuentes con pepinos, rabanitos con queso blanco y crema, pescado ahumado y arenques con cebollas; torta de queso, dulces caseros y léicaj recién sacado del horno; aquellos domingos, digo, representaban para los mayores el ritual del kumsitz, del encuentro de los viejos amigos del shtetl, del pueblecito de Polonia.
Pero para mí, eran el momento en que se sacrificaban y santificaban las promesas cumplidas de los Tres Grandes y Famosos Perfumistas Idisches del Once.