domingo, 24 de enero de 2010

La caída de un ídolo

Más que un mar, éramos un cardumen de autos enloquecidos por encontrar un lugar adonde estacionar aquél caluroso mediodía de domingo en San Isidro.
Tres vueltas a la manzana y nada. Pero yo no sé lo que es rendirme.
Al girar por cuarta vez la esquina, veo que el destino me depara un regalo bajo la forma de una cupé Mercury 1951 que se despega del cordón izquierdo, justo adelante de mi radiador.
El brazo afuera de la ventanilla con la mano hacia arriba, señal habitual de detención en aquellas épocas sin balizas ni guiños, coloco la marcha atrás del Dauphine que, en contra de lo que hacía siempre, entra como una seda.
Cuando tuerzo el cogote para comenzar a recular en el lugarcito libre, un Studebaker flamante se me mete como un pulpo cruel y ágil ataca a su víctima bajo el agua, y con un movimiento resbaloso, diría yo, me afana la plaza y estaciona impecablemente de punta.
Yo, como ya tengo metida la reversa,  sigo retrocediendo y me pongo a la par del guacho ladrón de estacionamientos para reputearlo, cuando el tipo se baja y con una sonrisa ladina me dice “te gané de mano, pibe”, y se va con un andar como contoneándose.
Me quedo mudo sin poder putearlo: era Leguisamo.
Hasta el dia de hoy que cada vez que escucho el tango o veo la marca de la grapa, no me puedo olvidar que ese día le perdí el respeto.