miércoles, 29 de octubre de 2008

El sagrado choripán

No hay comida argentina más emblemática ni más cargada de sentido místico que el choripán acompañado de un vaso de vino común: un misterio carnal encerrado entre dos rodajas de hostia diaria, todo bajado con el símbolo de la sangre de Cristo.
El choripán es administrado por los sacerdotes del clientelismo para mantener la fé de los adeptos en medio de los tiempos del cólera. Quizá por esas razones para el argentino, comerse un chori es oficio sagrado, Se lo come en las procesiones políticas cuando algún intendente del conurbano va a ser entronizado; se lo devora en las grandes manifestaciones deportivas, cuando veintidos gladiadores se juegan el pellejo para ser santificados o crucificados, y se lo come en todos los altares improvisados los domingos por las familias pías que hacen su asadito.
Pero el chori también puede ser celebrado como rezo íntimo y privado.
El otro dia venía desde el centro hacia mi casa y tomé por la Costanera. El olorcito a chori que te asalta en cuanto agarrás por ahí es irresistible. Aguanté el paso por el primer puestito en el que sólo estaba el parrillero. Al fin y al cabo está prohibido estacionar ahí. Ya en el segundo, había un par de camiones y cinco autos. Dejé pasar estoicamente varias tentaciones más hasta que finalmente mi panza irredenta me hizo clavar los frenos en el antepenúltimo.
Un matrimonio con su hijita estaban comiendo algo no identificado. Dos muchachones esperaban por sus vituallas y un ejecutivo jóven se hallaba en el momento de aplicarle chimichurri a un sánguche de bondiola.
"Un chori", le pedí al ilegal que manejaba la parrillita. A los tres mnutos me entregó ese manjar hecho de carnes de animales diversos, en los que hasta puede ser que entre el cerdo, puesto adentro del pancito caliente. Cuatro grandes platos soperos sobre el tabloncito que oficiaba de barra contenian salsa criolla de aspecto fresquísimo, cebollitas de verdeo rehogadas en aceite, una especie de peperonata y chimichurri con pinta de bravo.
Condimenté mi ansiado choripán con un poco de cada cosa, me acodé en la baranda de cemento y mirando al río color caca de león, me lo fuí comiendo y saboreando despacito, con ese goce de quién hace algo que la sociedad condena, segura de que una ingesta de esas te conduce directo al cementerio. Pero cuando uno encuentra un momento de tranquilidad en el tráfago de trámites bancarios de un día de llovizna en el centro y siente algo parecido a la felicidad, aunque tan breve como el tiempo que dura comerse un choripán, se vuelve inmune, inmortal; nada puede hacerle daño.
Y si se lo hace, ni duda de que uno resucitará al tercer dia.
Ese choripán de $4 comido sin apuro frente al gran rio, además de delicioso, le cayó etéreo y celestial a este judio apóstata y blasfemo.

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