El Gran Buenos Aires es enorme: casi trece millones de habitantes.
La pampa tambien es enorme: cerca de cincuenta millones de hectáreas.
Y los límites entre ambos son imprecisos.
En el medio de esa imprecisión nació la Panamericana, la ruta que iba a unir a todas las Américas, desde Tierra del Fuego hasta Alaska, objetivo fraterno y loable que seguramente se alcanzará, ya que en los últimos treinta años se han construido nada menos que 300 kilómetros.
Antes, la Panamericana era una asquerosidad. Hace unos pocos años, un gran empresario reorganizó y modernizó esa asquerosidad.
Antes, nada avanzaba, porque todo era gratis. Ahora usted va y paga peaje al futuro.
Todo muy lindo.
Pero se ha perdido el espíritu.
Antes de la privatización, todo argentino perjudicado por la crisis (me refiero a la crisis permanente y no a una de las miles de crisis en particular) podía salir de ella haciendo negocios en la Panamericana.
Por ejemplo: ¿usted quería vender su viejo auto pagando una comisión insignificante? Al borde de la Panamericana funcionaba un extraordinario mercado gitano no autorizado, no oficial, no legal y completamente clandestino en el que vendían sus autos viejos hasta los jueces de la Nación.
¿Usted necesitaba carbón o leña para el asado, ó mangueras para regar el césped de su casa del country? Al borde de la Panamericana se conseguía todo eso, y si la compra incluía, además, zapatillas para los chicos, había un descuento del 15%.
Por una de esas casualidades, ¿no necesitaba un hacha? Ya sé que no es una necesidad frecuente, pero les juro que en el kilómetro 16 y medio, sobre el costado derecho, había un señor con una camioneta Willys '47 toda podrida, llena de hachas de simple y doble filo.
¿Su señora quería comprar frutillas para el postre y usted moría por ir a pescar al riacho del kilómetro 47? Cuatro kilómetros antes de ahí, había un cartel que, con una ortografía atroz, ofrecía "lumbris y frutilla".
Espero que ningún cliente de ese puesto haya cometido jamás equivocaciones entre su hobby y su postre.
La Panamericana era interminable. Al atardecer, bandadas de jóvenes se dedicaban a colgar gruesas tuercas de finísimos hilos de nylon en los puentes, así cuando usted paraba porque su parabrisas acababa de explotar, lo podían asaltar sin mayor violencia que la estrictamente necesaria.
Parrillas instaladas a medio metro de donde pasaban camiones a 150 km. por hora y en donde la intoxicación que podía agarrarse con chorizos era tan grande que cuando subía de vuelta a su auto, no tenía ni tiempo a poner primera, que ya estaba definitivamente muerto.
Barriletes que se exhibían volando justo frente a la cabecera de la pista de aterrizaje del aeródromo de Don Torcuato y cuando los aviones cruzaban la Panamericana para aterrizar, embestían los barriletes y causaban unos accidentes maravillosos.
¿Quería arreglar el lavarropas? ¡La Panamericana! ¿Quería conseguir una sirvienta paraguaya? ¡La Panamericana! ¿Quería enganchar un travesti? ¡La Panamericana! ¿Quería comprar canarios, loritos, perritos, gatitos, hamsters, cabritos, burros...? ¡La Panamericana! Y lo mejor de todo: ¿quería matarse, suicidarse y reventarse? ¡La Panamericana!
Putamadre. Lástima que la privatizaron.
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